A los 25 años de edad, tuve el privilegio de formar parte del grupo de profesores que llegamos a alguno de los tres primeros planteles del Colegio de Ciencias y Humanidades: Azcapotzalco, Naucalpan y Vallejo, que abrieron sus puertas el 12 de abril de 1971, para crear y dar vida a un nueva opción de Bachillerato universitario de la UNAM.
Ser docente siempre fue mi elección de vida profesional. Tuve la suerte de saber desde niña que deseaba ser maestra, jugaba a la escuelita con mis hermanas y, aunque tuve la idea de ser cantante y bailarina rondando siempre mi pensamiento, con el tiempo y los estudios la primera opción tomo mayor fuerza y fue la elegida. Estudié la licenciatura en Historia en la UNAM y, cuando entré al Colegio de Ciencias y Humanidades, ya estaba trabajando en el Colegio de Las Vizcaínas para niñas, impartiendo Historia Universal y de México en el bachillerato.
Al poco tiempo, me dediqué por completo al Colegio. El CCH siempre fue, y es, muy demandante, siempre y cuando te sientas comprometido con él. Cuando aprendes a escucharlo, te pide, te pide, pero también te da mucho, a manos llenas. La primera generación de profesores, sin ganar mucho dinero, vivíamos aceptablemente; éramos muy jóvenes, cuando las necesidades y compromisos son menos o, precisamente por jóvenes, el espíritu quedó hechizado por la Institución, noble y generosa, la cual nos permitía ver las cosas y nuestro trabajo con pasión, idealismo, sueños…
El Colegio era una Revolución Social y Educativa, con el que esperábamos cambiar la educación, la gente, el país y el mundo, si era posible. Todo era nuevo, atractivo, deslumbrante y transformador.
El Colegio representó en mi vida un cambio radical, no sólo en lo profesional, sino en lo personal. Lo amé y lo amaré siempre.
Al salir de la Facultad de Filosofía y Letras, no estaba en mis conocimientos que había diferentes métodos o concepciones teóricas para interpretar los hechos históricos, y carecía de una formación sólida pedagógica-didáctica, lo que considero una grave deficiencia en los planes de estudio de la Facultad de aquellos años. Se hablaba del “Método” entre muchos profesores, especialmente los egresados de Ciencias Políticas o Economía, con cierta militancia política. “El Método” era algo único y casi sagrado. Poco a poco comprendí que “El Método” se trataba de la concepción marxista de la historia, es decir, el Materialismo Histórico, del cual yo no sabía “ni la O por lo redondo”.
Yo había cursado la materia de Filosofía de la Historia en la Facultad, pero no tuve suerte con mi maestra y faltó en múltiples ocasiones a las clases, lo que dejó inmensas lagunas en mis conocimientos teóricos, además de tomar en cuenta que la concepción dominante en la FFL era el historicismo. El caso es que me concentré en estudiar y aprender “el método” junto con otros profesores y con ayuda desinteresada de los que sabían: el Materialismo Histórico. Un pilar poderoso en nuestra formación fue el maestro Enrique González Rojo, quien trabajó para nosotros constantemente en seminarios y clases. Me decían que yo era historicista, a lo que yo me preguntaba ¿Qué es ser historicista?, que parecía ser un estigma que muchos egresados de la Facultad de Filosofía y Letras traíamos marcado, y también nos convertía en un tipo de burgueses o burguesas bastante sui generis. Así las cosas, con el tiempo descubrí a Marx y su filosofía, particularmente el Materialismo Histórico. Consecuencias inmediatas, dudas existenciales y religiosas, múltiples inquietudes sobre mi propio ser personal y social, discusiones, enfrentamientos que llegaron a ser ofensivos, aun entre mis propios amigos. En fin, no fue fácil, nada fácil, pero el caso era que me había enamorado de Marx, de su pensamiento, de su filosofía, pero ésta se oponía a muchas ideas de mi formación ideológica, de mis creencias y mis conflictos eran enormes. En este momento, recurrí a un queridísimo maestro, compañero y amigo, que falleció hace diez años, Javier Palencia. Este maestro, por su condición de jesuita y extraordinaria generosidad, me brindó su ayuda con diálogos de aprendizajes filosóficos y religiosos que me permitieron seguir creyendo en DIOS, sin avergonzarme de ser creyente. Así, me convertí, como me llamaban algunos compañeros, en una “marxista guadalupana”.
Con el tiempo, los años y el conocimiento de otras concepciones teóricas de la historia, mi visión del mundo, de la sociedad, del papel del individuo en la historia, se hizo mucho más completa, amplia y sólida.
Aprender a aprender, aprender a hacer y aprender a ser, los principios básicos del CCH, el Colegio los cumplió en mi formación y personalidad, como yo hubiera querido lograrlo con los alumnos al 100%. Aprendí a aprender por mí misma, de mis compañeros y de mis estudiantes, conocí otra realidad oculta, desconocida hasta que el Colegio llegó a mi vida.
Me creía una docente preparada, había llevado cursos de pedagogía y didáctica en la Facultad, pero el CCH era otra cosa, otra visión innovadora del enseñar y aprender. Algo tan novedoso que me deslumbró y me di cuenta de que era, como profesora, algo muy lejos de lo que el Colegio esperaba de mí. No había tiempo que perder, la sencilla infraestructura, los profesores, los alumnos, autoridades y trabajadores estaban ahí, pero el Colegio como tal aún no existía. Los documentos teóricos que le daban ser, eran pocos y limitados; la histórica Gaceta Amarilla, que aprendimos de memoria, casi era nuestra única guía; faltaba mucho por hacer y la tarea era para ayer, había que actuar y pronto.
Casi todas las autoridades, desde el Coordinador del CCH hasta los trabajadores, laboraban con entusiasmo; la mayoría de los profesores nos reuníamos en seminarios frecuentes, casi todo el tiempo disponible fuera de clases era para estudiar cursos de la disciplina (especialmente aspectos teóricos) y de didáctica que eran indispensables. El alumno puramente receptor debía desaparecer, para convertirse en un estudiante activo, participativo, que pudiera autoinformarse, preparar una exposición, elaborar juicios, para llegar a ser un joven crítico, con metas transformadoras de la sociedad.
Cursos como Teorías del Aprendizaje, Didáctica de la Historia, Dinámica de Grupos, Motivación, entre otros muchos, los tomábamos primero y los reproducíamos después, al ser monitores de esos mismos cursos, para ampliar la posibilidad de trasmitir lo que se había aprendido.
Al mismo tiempo que se daba este admirado y encendido fuego por el conocimiento y la docencia, la política estaba ya presente en nuestra incipiente institución. Yo nunca había participado en política. El movimiento estudiantil de 1968 estaba aún muy presente, muchos profesores habían sido militantes en él directa o indirectamente y tuvieron mucho peso ideológico en gentes como yo, que estábamos bastante alejadas de inquietudes de este tipo. No obstante las presiones y las resistencias exteriores e interiores, mi deseo por conocer era enorme, fui entrando y participando en los conflictos políticos escolares, los cuales nacieron con el Colegio como parte de la UNAM, reflejo siempre de nuestro contexto histórico-social.
En el Colegio, por acciones en el fondo políticas de franca y agresiva intolerancia, he llorado en varias ocasiones, fracasos, humillaciones y malos tratos, pero también he conocido la amistad sincera, el gusto de dar por el simple hecho de hacerlo, la paciencia, el compañerismo desinteresado, entre muchas otras cosas.
A lo largo de estos 42 años como profesora, me han pasado múltiples anécdotas dignas de ser contadas, especialmente con los alumnos. Recuerdo aquel Sergio de 15 años, quien, al verme pasar por los pasillos, me cantaba aquella canción vieja que dice “Hay Chabela, Chabela, Chabela, es el nombre que yo llevoooo…” o aquel insolente muchacho que, por esos tiempos aún recatados, me preguntó “¿Maestra, usted usa kotex?... También aquel grupo que se negó a ser evaluado y mucho menos con exámenes porque “la educación de vanguardia del CCH desaparecía los exámenes y no admitirían ningún examen…”. La situación con este grupo fue muy conflictiva; sin embargo, también recuerdo de mis alumnos las cartas cariñosas llenas de respeto y agradecimiento, el pequeño chocolate que sacaba alguno de su bolsillo para ofrecérmelo y el ramo de flores regalado inesperadamente, como el que me dio el grupo 603 de mayo de este año; en fin, muchos detalles, acciones chuscas y difíciles, que todo maestro vive y de esos recuerdos está llena nuestra vida como profesores.
Pero nada puede ser mejor regalo de los grupos para los que te esmeras, para los que te actualizas y preparas clases, aún en domingo en la noche, explicas el tema una y otra vez e, incluso en el examen final, les das un empujoncito para que recuerden y salgan adelante, que descubras que han aprendido, que no todo ha sido en vano, sino que el esfuerzo ha dado frutos.
La vida del docente te permite crecer, madurar, ser como persona más humana y mejor. También te impide el estancamiento, favorece el aprender constante. El que no se actualiza, como en toda profesión, se empolva y se queda atrás.
Muchos fueron los logros que juntos unidos en todos los niveles, con tenacidad, esfuerzo e insistencia, hemos podido conseguir en estos 42 años de trabajo. Creo que uno de los más importantes o el más, fue que la UNAM aceptara nuestra participación en la CARRERA ACADÉMICA, con los mismos derechos que cualquier profesor de la Universidad. Si muchos en las facultades han deseado que el BACHILLERATO UNIVERSITARIO ya no pertenezca a la UNAM, hasta hoy no lo han podido lograr. Pero esto no quiere decir que sea imposible, siempre está esa sombra oculta detrás de nuestra existencia. La lucha es eterna, no podemos desmayar, y la mejor forma de hacerla es por medio de la calidad en nuestro trabajo, ser profesores exitosos, bien formados y con buenas cosechas en la educación de nuestros alumnos.
Después de 42 años de servicios para mi amado Colegio, he llegado al momento de cerrar este capítulo y abrir otro nuevo en mi vida. Me voy, pero llevo al CCH en mi corazón y a todos mis compañeros y amigos en esta Institución. Gracias.Ì