Comparto unas reflexiones en torno al proyecto educativo del Colegio y sus desafíos en el contexto actual con la misma gratitud con que lo hice en una sesión del Seminario que concibió este Coloquio. No es una frase de circunstancia, es lo primero que puedo compartir en un espacio de compañeros del Colegio y la Universidad, porque a ambos debo mi trayectoria y mi formación como profesor universitario.
En esa ocasión decía yo que el Colegio había nacido en los esbozos de una sociedad nueva que trazaron los integrantes de una generación que alguien llamó “del rechazo y la esperanza”. Cincuenta años después podemos decir que los esbozos se hicieron trazos firmes en los ámbitos de la crítica y la innovación, que efectivamente un nuevo México se fue construyendo sobre la ruptura de la fachada de un “milagro mexicano” y de una “paz social” que ocultaron durante años la realidad lacerante de la pobreza y la represión de las expresiones que no estuvieran alineadas al discurso del régimen.
Desde entonces hemos recorrido un camino difícil, plagado de logros y de contradicciones, que sin duda ha desembocado en el paisaje que hoy podemos apreciar con orgullo, porque el Colegio ha formado a centenas de miles de jóvenes con un espíritu inquisitivo y crítico, creativo e innovador, dispuestos a ser el centro de un aprendizaje continuo, bajo la guía de profesores que maduraron en espacios de diálogo y formación que efectivamente nos hicieron colegio, porque transitamos juntos hacia la docencia que abandonó las cátedras para hacerse búsqueda, propuesta, mediación, espacio de aprendizaje y evaluación permanentes.
Hoy estamos frente a nuevos retos que no dejan tiempo para la complacencia ante una trayectoria de medio siglo. No es sólo la pandemia y su exigencia de educar a distancia, es un país que pareciera seguir esperando que llegue de arriba la transformación que sólo podemos construir juntos desde la base.
El desencanto que muy pronto nos arrebató las ilusiones forjadas al inicio de un nuevo siglo debe ceder su lugar a un nuevo ánimo social, cimentado donde sólo se pueden cimentar las edificaciones verdaderas: en el conocimiento que se sabe en proceso de construcción; en la actitud crítica frente a la información y las opiniones que sobresaturan el espacio cibernético y las redes sociales, y frente a los discursos persuasivos de la demagogia o la mercadotecnia, y en el diálogo que se da entre personas abiertas a la diferencia. Me parece que estos desafíos, junto con los que ya han sido mencionados en este coloquio, debieran ser recogidos por quienes hacen hoy al Colegio desde las aulas, hoy virtuales, los laboratorios y las instancias directivas y administrativas:
I. El conocimiento
Desde el origen del CCH hicimos a un lado la idea de que el conocimiento es un producto ya hecho que hay que transmitir, heredar, compartir o distribuir. Reconocimos muy pronto que conocer es participar activamente en un proceso que nos implica como actores, no como observadores, ni como meros recipientes o depositarios. El conocimiento no tiene un dueño (llámese profesor o libro) que lo comparte más o menos generosamente; es una aventura que sólo se emprende desde la humildad de quien sabe que al final le va a seguir faltando un buen camino por recorrer, y que él mismo no podrá llegar al final de ese camino. Eso lo dijo Sócrates, pero lo olvidamos ante la magnificencia de una biblioteca como la de Alejandría, ante la erudición de los grandes maestros de la escolástica, las hazañas que la ciencia logró a partir del siglo XVII, o los impresionantes logros de la tecnología en tres revoluciones industriales. Mientras más logremos, tenemos que convencernos de que cada progreso del conocimiento sólo nos garantiza que vale la pena continuar avanzando.
Para ello se requiere mantener la humildad del aprendiz que sabe que se hace camino al andar, y se pierde el rumbo en el momento en que se pretende que ya todo está hecho. Esta nueva actitud frente al conocimiento transformó radicalmente la educación, porque movió su centro de gravedad de la cátedra a la actividad de aprendizaje, y convirtió a los catedráticos en guías de lo que conocimos un poco después como la “zona de desarrollo próximo”. Eso sólo lo pudo hacer una generación que apenas dejaba o estaba todavía en las bancas de los alumnos. Nos hicimos una nueva generación de profesores porque nuestro antecedente inmediato era la experiencia de ser alumnos en clases que no tenían significado, y podíamos entender que la esencia del aprendizaje es el significado que tiene para la persona.
Hemos asumido que el aprendizaje significativo es mucho más que una mera acumulación de hechos o de información, pues se trata de un aprendizaje que penetra en todos los aspectos de la existencia y que produce una diferencia en el comportamiento de los individuos, en sus acciones, en sus actitudes y en su misma personalidad. Se trata, pues, de un impacto más profundo que el que se caracteriza por la modificación de las pautas de conducta. Parece una pretensión excesiva para lo que puede lograrse en una institución educativa que trabaja con jóvenes que llegan a sus aulas sin claridad en sus metas personales, ni consistencia en los medios que están dispuestos a poner para lograrlas. Una buena parte de nuestros estudiantes accede a los niveles superiores de la educación por una especie de inercia en la continuación de su trayectoria escolar o con una vaga expectativa de lograr mejores condiciones de vida a partir de su preparación profesional.
En el caso de la educación media superior esto es aún más evidente: el bachillerato es, en la mayoría de los casos, una especie de cuota o requisito que hay que cubrir para ingresar a lo que realmente importa: los estudios profesionales. ¿Cómo puede involucrarse la persona total en una etapa formativa que se transita con tan frágiles motivaciones? ¿Cómo puede iniciar por sí mismo un proceso de aprendizaje un estudiante que no ha llegado a experimentar la necesidad de conocer el mundo en el que vive, porque sus intereses todavía no salen de las esferas socioafectiva y del entretenimiento que tan intensamente se promueven en nuestra cultura?
Entre el aprendiz ideal y los que existen en nuestras escuelas se necesita la mediación de una docencia que progresivamente reduzca las distancias, y entonces la función de la escuela es intentar que los aprendizajes de los alumnos sean, en cada momento, lo más significativos posible.
¿Cómo se puede lograr esta docencia? Retomo aquí lo que Carl Rogers sugiere en El proceso de convertirse en persona (Rogers, 2007):
o El contacto con problemas: el aprendizaje significativo se produce con mayor facilidad cuando el individuo se enfrenta con situaciones que son percibidas como problemas. Cuando los estudiantes siguen cursos que a su juicio no guardan ninguna relación con sus propios problemas, permanecen pasivos y terminan insatisfechos.
o La autenticidad del docente: el aprendizaje se facilita cuando el docente es una persona real en su relación con sus alumnos; una persona que puede enojarse, pero también ser sensible o simpática. Esto es importante porque, en la medida en que acepta sus sentimientos como suyos, no necesita imponerlos a sus alumnos ni tratar de que sientan del mismo modo. La docencia produce mejores frutos cuando se enmarca en una relación humana, y no cuando es sólo la ejecución sin rostro de un programa o el despliegue de las técnicas audiovisuales más modernas.
o Aceptación y comprensión: el aprendizaje significativo sólo puede producirse si el profesor es capaz de aceptar al alumno tal como es y comprender sus sentimientos, en especial los que hoy le produce un confinamiento que lleva ya meses y que se avizora hasta el término de este año escolar completo.
o La motivación básica: Para ser educador se requiere una confianza básica en la tendencia autorrealizadora de los estudiantes, en que cuando se hallan en contacto real con los problemas de la vida, los alumnos desean aprender, crecer, descubrir y participar. La función docente es crear en el aula un clima que permita el desarrollo de estas tendencias.
II. La crítica
La llamada tercera revolución industrial, la de las tecnologías digitales y su impresionante impacto en el ámbito de la información y la comunicación, ha configurado ya dos generaciones de jóvenes en el marco de la era digital. Ellos pasan en promedio cerca de 10 horas diarias conectados o pendientes de sus dispositivos móviles. Desde ahí se pueden asomar a una diversidad prácticamente infinita de ideas, opiniones, propuestas o hasta “fake news”, y así como pueden ensanchar su horizonte, se pueden quedar encadenados a una pantalla que, a semejanza del fondo de la caverna en el mito platónico, los puede atrapar en una visión no sólo empobrecida, sino completamente falsa del mundo real.
El término “crítica” tiene su origen en el teatro griego: critós era la máscara que utilizaban los actores para representar a los personajes de una obra y, en consecuencia, la crítica consiste en desenmascarar, en no quedarse con la apariencia, sino en ir a lo que está detrás de ésta, en no mirar ingenuamente las sombras en el fondo de la caverna, sino en romper las cadenas que nos atan en su interior para ir a mirar las figuras reales bajo la luz del día.
La crítica se refiere entonces a la reserva frente a las afirmaciones, a no aceptarlas sin reflexionar sobre su validez; de ahí que se diga que es lo opuesto a la ingenuidad. También se refiere a no asumir como inamovible lo que ha probado su validez en el pasado, y a no considerar generalizable lo que tiene vigencia en un contexto determinado: es lo opuesto al pensamiento rígido o simplista.
Nuestra sociedad precisa hoy una ciudadanía crítica, que no funde sus decisiones en la seducción de la demagogia de cualquier signo, ni acepte propuestas sin argumentos sólidos, y que tenga capacidad para pensar por cuenta propia, sin dejarse llevar por ideas carentes de un sustento racional.
Una persona crítica no considera sólo la propia visión, al tiempo que rechaza lo que otros piensan, ni acepta la visión de los demás sólo para quedar bien con ellos, sino que es capaz de analizar las ideas que se esconden bajo los discursos dirigidos a tocar las fibras emocionales y, sobre todo, de confiar en la razón como guía.
En los inicios del Colegio no es difícil encontrar un espíritu crítico enfocado en el rechazo de una visión del mundo que se consideraba como el mejor posible, pero le faltaba algo que se ha logrado a lo largo de la experiencia y que intentamos consignar en el capítulo correspondiente al CCH de una obra que impulsó la UNAM al cumplir su primer siglo de vida (La UNAM por México, 2010): la conciencia de que el pensamiento crítico se forma en una clase de ciencias que desafía los prejuicios con los datos de la experimentación; en una de matemáticas que dé prioridad al razonamiento sobre los procedimientos algorítmicos; en una explicación de los procesos históricos y sociales que no repite teorías como dogmas, sino que busca relacionar los distintos aspectos que confluyen en un hecho del pasado o del presente, o en el uso adecuado del lenguaje como clave de acceso al pensamiento de otros o de expresión del pensamiento propio.
Lograr esto implica que los profesores nos entendamos como guías en un proceso, y no como instructores o transmisores de verdades establecidas, y requiere también que veamos a nuestros alumnos como sujetos capaces de descubrir, cuestionar y buscar nuevas respuestas a los problemas.
III. El diálogo
Una de las demandas centrales del movimiento estudiantil del 68 fue el diálogo abierto con autoridades hasta entonces acostumbradas a escucharse sólo a sí mismas y a recoger de los demás la admiración, el asentimiento y los aplausos. Como legítimo heredero de ese movimiento, el Colegio sólo podía nacer con una práctica dialógica que obligara a profesores y alumnos a dejar la comunicación unidireccional de aquéllos y la escucha pasiva de éstos. Hemos entendido que el aprendizaje se produce en la interacción dialógica como clave de la relación maestro-alumno. La docencia no puede ser monólogo y el aprendizaje no puede ser silencio. Se requiere asumir que frente al maestro no hay un grupo de jóvenes que sólo deben escuchar y tomar notas, sino personas capaces de inquirir, reflexionar, cuestionar y proponer algo diferente. La formación de ciudadanos no se puede reducir a enunciar derechos y obligaciones: tiene que convertirse en el ejercicio del diálogo en la nueva ágora del espacio educativo, donde se construye el asentimiento racional y no la aceptación inerte de un discurso autoritario.
Este ejercicio ha sido parte de nuestra historia durante 50 años, pero hoy se convierte en un reto que adquiere una dimensión de supervivencia para la vida de nuestro país. La transformación que requerimos llevar a cabo no puede esperarse de un líder o un partido, sino de una república, es decir, de un conjunto de ciudadanos que ejerce su soberanía porque tiene la capacidad de entender su presente en el devenir de una historia, de construir respuestas eficaces a sus problemas con base en la razón y en los acuerdos, y de comprometerse en llevarlas a cabo buscando siempre el bien común y no el privilegio de quienes detentan un poder económico o político.
IV. Los retos
La constante tentación del autoritarismo, el dogmatismo, la exclusión de quienes piensan diferente, la cerrazón ante la crítica, la pretensión de que sólo cabe la visión propia, de que sólo hay una solución o de que sólo se debe escuchar una palabra, no se puede vencer con una acción espectacular de un demiurgo, sino en una vida cotidiana que se empeña cada día en dar razón de lo que se piensa y se hace, en entender lo que pasa en la naturaleza y en la sociedad con nuevas miradas y nuevas preguntas, en escuchar muchas voces y no sólo una, en construir juntos sin descalificar a quienes piensan diferente, en hacernos responsables todos de nuestro futuro.
Es tal vez el mismo reto que nos llevó hace 50 años a transitar de la explanada de Rectoría a las zonas industriales de Azcapotzalco y Vallejo, del Paseo de la Reforma al Parque de los Remedios, del Zócalo al Oriente, de Tlatelolco al Pedregal de San Ángel. Pero ahora es un reto nuevo, porque nuestra historia nos ha abierto más los ojos, pero corremos el riesgo de acomodarnos en los impresionantes logros del pasado para volver la espalda al desafío del presente: tenemos que seguir siendo comunidad desde las ciencias y las humanidades, desde el diálogo y la crítica en una sociedad desilusionada y desgastada, para construir juntos una nueva esperanza. Para eso necesitamos maestros que estén dispuestos a seguir siendo aprendices, autoridades que estén dispuestas no sólo a administrar presupuestos o conflictos, sino a impulsar a una comunidad para construir juntos un espíritu y una institución educativa dignos de nuestra historia.
Celebrar juntos 50 años puede ser una excelente oportunidad para hacer consciencia de las muchas formas en que hoy estamos poniendo en riesgo nuestro modelo educativo. Dejamos de ser el Colegio que queremos cuando:
· Le damos más importancia al programa y sus contenidos que al proceso de aprendizaje de los alumnos.
· Regresamos a la idea de que nuestra misión es “enseñar” y no despertar y encauzar las energías de los alumnos para que se conviertan en sujetos de ese proceso.
· Nos sentimos indignados ante los daños que sufren nuestras instalaciones y no ante los múltiples abusos que sufren nuestras alumnas.
· Nos conformamos con asignar grupos, establecer calendarios y administrar recursos, y nos olvidamos de inspirar a nuestras comunidades, proponer nuevos caminos y establecer programas que resuelvan eficazmente los problemas.
· Nos olvidamos de la interacción con nuestros alumnos para encerrarnos en nuestros viejos monólogos.
· Ignoramos las dificultades que ellos enfrentan en esta época difícil para centrarnos en el lamento de las nuestras.
· Abandonamos la experimentación, el razonamiento, la investigación, el cuestionamiento o la escucha, para regresar a la comodidad de un discurso que se repite varias veces al día o a la semana, un curso tras otro.
· Perdemos, en fin, la pasión por ser guías que caminan junto con nuestros alumnos y alumnas, para contentarnos con ir cumpliendo exigencias del día a día.
Para lograr nuestros mejores propósitos como educadores en el CCH de hoy hace falta vencer inercias negativas y retrocesos como los que he señalado. Para eso necesitamos ejercer habitualmente la autocrítica, porque nadie está exento de la cizaña que ha crecido y seguirá creciendo en nuestra parcela. Se trata de trabajar cada día para no desviarnos del rumbo que elegimos para nuestra institución y nuestra vida. En esa tarea estamos empeñados, y creo que para eso nos convocaron a este Coloquio.
Mtro. José Eduardo Robles Uribe
Cursó la carrera de Ingeniería Civil en la Facultad de Ingeniería de la UNAM, la de Filosofía en el Instituto Libre de Filosofía y la Maestría en Educación Humanista en la Universidad Iberoamericana.
A lo largo de 35 años se desempeñó como profesor de Filosofía de la Educación en la ENEP Aragón y de Matemáticas en la Facultad de Ingeniería y el Colegio de Ciencias y Humanidades de la UNAM. Desde hace 26 años también ha sido profesor en los departamentos de Matemáticas y de Reflexión Universitaria de la Universidad Iberoamericana.
Fue Jefe del Departamento de Psicopedagogía del Plantel Sur del CCH, y Secretario de Planeación, Secretario Académico y coordinador de los programas de formación de profesores en los ámbitos de la Coordinación del Colegio y la Dirección de la Unidad Académica del Bachillerato.
Ha impartido cursos en diferentes programas de formación docente, fue miembro del Consejo Editorial de la revista “Eutopía” y es autor de decenas de publicaciones con temas educativos.