Las reflexiones sobre el bachillerato universitario deben enmarcarse en el contexto global de la institución, pues de no ser así perderíamos buena parte del sentido que tiene, por la historia, cultura escolar y por constituir el punto de partida de los procesos formativos, especialmente en instituciones como la UNAM o la Universidad de Colima, a cuyas facultades ingresan en gran proporción los egresados de sus planteles de media superior. Ese el punto de partida de las ideas que comparto en este Coloquio donde reflexionaremos sobre el modelo educativo del Colegio de Ciencias y Humanidades.
Dividí la ponencia en tres apartados: Algunas palabras sobre la pandemia, La universidad en el siglo 21 y La enseñanza en la universidad.
1. Algunas palabras sobre la pandemia
Se dice que las crisis son oportunidades. Cierto. Pero las oportunidades no garantizan buenos resultados. Son oportunidades para hacerlo bien, hacerlo mal, hacerlo distinto o simular que actuamos. ¿Cómo estamos encarando en las universidades esta crisis de época?
La pandemia nos puso un espejo, o mejor, una pantalla o muchas pantallas para observar lo que no sabíamos, no habíamos querido o podido observar, aquello que diagnosticamos mal o habiéndolo diagnosticado, resolvimos de manera insuficiente, por torpeza, incapacidad u otras razones.
La pandemia no inventó los problemas cruciales que enfrentan los sistemas educativos y han sido exhibidos en estos meses, reflejo de enormes inequidades sociales y desigualdades en los servicios educativos. También es verdad que recolocó la centralidad de la educación, por lo menos en un plano discursivo.
Después de la salud y la economía, la educación es el tercer gran tema mundial. Nunca tantos hablaron o escribieron tanto de educación, en tan poco tiempo, como ahora. Qué resultará de todo ello todavía no podemos advertirlo.
La centralidad de la educación es inobjetable. Estructura no sólo la vida de la escuela, sino la vida social, pública, familiar e individual. Pero también, por supuesto, esta época nos pone exámenes complejos. A la vista tenemos algunos retos, por ejemplo, la necesidad de la comprensión, primera gran tarea: ¿Qué está pasando? ¿Cómo nos replantea al bachillerato, a las universidades, a los sistemas educativos? ¿Cuál es el sentido de la universidad en estos momentos? ¿Cómo cumplimos las funciones sustantivas?
En otra dimensión, muy dolorosa, encontramos el problema del abandono escolar, que antes de la pandemia ya expulsaba de las aulas a más de 700 mil estudiantes de bachillerato en México cada año, cifra descomunal que equivale a unos siete millones de jóvenes que en la década no podrán culminar con un certificado de bachillerato.
En este ámbito, de la comprensión de los problemas y la urgencia de soluciones para salir del atolladero, ya cometimos por lo menos tres errores: a) trasladar la rutina de la escolarización a la casa; b) improvisación y simulación y c) el solucionismo tecnológico que conduce al embrutecimiento, porque no diferencia entre medios y fines, lo cual supone, para sus promotores, que basta con tener equipo de cómputo, conectividad o una televisión para resolver la conexión entre estudiante-escuela-maestros.
Por otro lado, Alejandro Morduchowitz afirma que la pandemia desnudó la pobre capacidad de respuesta de los ministerios de educación. Entonces, también se profundizó la crisis de ideas educativas, la crisis de lo que algunos llaman la imaginación pedagógica. Es en las universidades, en el Colegio de Ciencias y Humanidades, de donde cabe siempre esperar luces que nos orienten.
La pandemia sumó nuevas interrogantes y revivió viejas preguntas. Las refrescó en un contexto incierto y adverso no sólo para la escuela. En efecto, nos coloca de nuevo, con crudeza, frente a los problemas de la exclusión y la desigualdad en una región continental históricamente desigual; pero también nos trae otras: ¿cómo hacemos la universidad en estos momentos? ¿Estamos trabajando para salir de la contingencia o construyendo el Colegio y la universidad del futuro, con un plan de mediano o largo plazos?
La pandemia nos obliga a construir condiciones inéditas de colaboración entre maestros, familias y estudiantes, pero también, a revisar futuros posibles y deseables, la organización interna de las escuelas, la capacidad de sus autoridades y los liderazgos académicos. ¿Podemos? ¿Queremos?
2. La universidad del siglo 21
António Nóvoa, ex rector de la Universidad de Lisboa, en una conferencia en la Universidad de Vigo, España, dijo: las universidades tienen un gran pasado y un enorme futuro, pero, paradójicamente, un presente constreñido. En cien años habrán desaparecido países o empresas, pero seguirán las universidades, aseguró optimista. Lo dijo antes de la pandemia. Fue en 2011. Creo que sigue siendo vigente, con notas distintas.
Pero la universidad antes de la pandemia ya estaba urgida de cambios. La Unesco, en 2015, afirmó en Replantear la educación: “Nunca ha sido más urgente replantear la finalidad de la educación y la organización del aprendizaje”. Con la pandemia el cambio no es opcional.
La historia, maestra siempre sabia, nos enseña que la necesidad del cambio de la escuela acompaña el nacimiento de la teoría pedagógica. Juan Amos Comenio, en el siglo XVII, en el capítulo XI de Didáctica magna afirmaba: las escuelas no responden al fin para el que fueron creadas.
Antes del gran educador checo, dos humanistas excepcionales, Erasmo de Rotterdam y François Rabelais habían asestado críticas durísimas a las escuelas de su época, en Elogio de la locura y Gargantúa y Pantagruel, respectivamente.
Son muchas las aristas del tema universidad y no me detendré sino en algunos aspectos.
Alejandro Morduchowitz dice en un artículo reciente sobre la educación argentina, de título juguetón pero mordaz (“Logros y desafíos de la educación argentina o por qué es un desafío tener logros”): en los sistemas educativos hay “gran cantidad de especialistas, pero es notable el déficit de quienes usan la información”. Pasa en los sistemas educativos, pasa en las universidades.
Luis Porter incordia las costumbres de la burocracia: las universidades tienen que cerrar las oficinas de planeación que sólo conectan con las rectorías, no con las realidades y las personas que forman la universidad. Su libro, desde el título, provoca con la tesis central: La universidad de papel.
La pandemia nos exige pensar al Colegio y a la universidad, convertirlas no sólo en nuestro lugar de trabajo, sino en objeto de reflexiones. Pensar la universidad, al mismo tiempo, nos obliga a pensarnos en ellas, a pensar en los otros y a valorar presente y futuro. Hacerlo, pensar la universidad, es una exigencia intelectual, política y pedagógica. Pero, además, tenemos que pensar distinto para cambiar verdaderamente.
Cuando a Albert Einstein le preguntaron: ¿si tuviera una hora para resolver los problemas del mundo, qué haría? Contestó: dedicaría 55 minutos a precisar los problemas y el resto a tratar de resolverlos. La lección es contundente: los buenos diagnósticos no resuelven los problemas, pero sin ellos, ni siquiera entendemos el problema.
Una interrogante instiga en esa dirección: ¿por qué la universidad, que trabaja con el conocimiento, las ideas, la investigación, no es el mejor ejemplo de innovación en nuestra sociedad? La pandemia nos desnudó en el aprovechamiento inteligente de las tecnologías, para colocar un ejemplo.
La universidad tiene que cambiar, por lo menos es una convicción personal, aunque compartida con muchos expertos de distintas latitudes: la duda es si la vamos a cambiar los universitarios o nos obligarán a cambiarla las circunstancias, como la pandemia.
Una vez escuché a Pablo Gentili afirmar una idea que se me quedó grabada y la repito con frecuencia: una institución dispuesta a cambiar la sociedad, primero tiene que estar dispuesta a cambiarse a sí misma. Esa misma lección leí hace días en un artículo de Pierre Frackowiak: queda la impresión, afirma, de que los mismos que proponen el cambio son incapaces de cambiarse. ¿Nos pasará a las universidades?
3. La enseñanza en la universidad
Parto de dos preguntas iniciales que nacieron de un diálogo que tuve con estudiantes del Seminario Diocesano de Colima:
a) ¿Cuánto de la educación se detuvo durante los meses de la pandemia, cuando cerramos las escuelas? Pienso en las emociones, la socialización, la discusión viva, los juegos de la edad, los amigos, el ambiente, la cultura que se respira en la universidad, en sus pasillos, en la biblioteca, en el comedor… la atmósfera universitaria.
b) ¿Cuánto del ritual de la escolarización se consolidó? Por ejemplo: encender o no la cámara para conectarse con los maestros y compañeros del grupo, el pase de lista o no, la bulimia de tareas, los exámenes como evidencias de aprendizajes y controles; en otros niveles educativos no universitarios, el uso de uniformes escolares, la rigidez de los horarios, el control del profesor sobre desempeños y la vida de los estudiantes durante las horas lectivas.
Los estudiantes están aprendiendo, mucho o poco, cerca o lejos del currículum, pero sería un error sólo valorar los aprendizajes curriculares. Pienso, por ejemplo, que los estudiantes hoy están leyendo más que nunca, y posiblemente escribiendo más que nunca, porque las redes sociales te empujan, te atrapan; luego no es lo que marca el currículum o quisiéramos los profesores, pero lo están haciendo. La pregunta es cómo comunicarnos con ellos para acercarlos de sus lecturas a las nuestras.
En esa perspectiva, me temo que domina la obsesión por notas, calificaciones y resultados, menos por los aprendizajes. Importan más las evidencias, el control: Cronos, el tiempo del reloj, antes que Kairós, el tiempo vital. Y lo mismo sucede en la relación de los directores con los maestros, que también son controlados en su actividad. Hay una tensión irresuelta entre el control y la confianza.
Aquí tengo una pregunta que hemos discutido con algunos colegas: ¿hemos desarrollado la capacidad de aprender a aprender en la universidad? ¿Los estudiantes son capaces de aprender solos? Las pistas que tenemos no nos dejan muy bien parados.
Hay una necesidad de renovación de las prácticas docentes por la pandemia y por las variables en juego, como las tecnologías, la fugacidad, la ruptura de las fronteras físicas, la “inutilidad de lo útil”, como diría Nuccio Ordine. En esta tarea incluyo la revisión de los métodos de enseñanza, o las formas de enseñar, como las llama Hans Aebli; la discusión de los conceptos que tenemos del aprendizaje, la enseñanza y la evaluación; el lugar de la lectura y el valor del trabajo colegiado.
Finalmente, me pregunto si enseñamos o sólo “damos clases”, coloquial expresión que usamos para referirnos a la vieja pero viva pedagogía que concibe al estudiante como tarjeta bancaria donde se depositan los conocimientos que luego el estudiante devuelve en el examen. En efecto, la “educación bancaria” de Paulo Freire.
En estos meses nos gana la inmediatez, la urgencia de resolver el regreso a las clases, con cuidados, sí. Pero descuidamos los fines. El énfasis está en los medios. Entonces, me pregunto: ¿qué tenemos como respuestas, transformaciones estructurales o modificaciones cosméticas?
La llave maestra son los docentes. Pero el docente está solo. Es momento de reforzar la docencia. Pero, cómo hacerlo, cuando hoy, en general, no se premia la buena docencia ni se alientan las buenas prácticas. Se pondera más la actividad académica individual, la investigación y la producción académica.
La buena docencia, escribieron Fullan y Hargreaves, se asienta sobre tres pilares: es intelectualmente exigente, profundamente ética y emocionalmente apasionante. La fórmula no es mágica, porque no existe el Bálsamo de Fierabrás de don Quijote, pero ayuda a delinear las dimensiones de la docencia.
Más tarde, descubrí que pasión y paciencia tienen la misma raíz etimológica, así que yo agrego a Fullan y Hargreaves un cuarto pilar: la paciencia. El docente tiene que ser paciente. Y optimista, aunque sea cauto. Los pesimistas pueden ser buenos domadores, pero no buenos profesores, según Fernando Savater. Es la alegría de vivir, en palabras de Paulo Freire.
Federico Mayor Zaragoza, cuando fue director general de la Unesco en la década de 1990, recibió el doctorado Honoris Causa en la Universidad donde trabajo. Dio una conferencia magistral y afirmó una idea extraordinaria: la universidad no es un empleo, es una misión de transformación social que no puede ser epidérmica. Es así. Con pandemia y sin pandemia los profesores explicamos lo que sabemos y enseñamos lo que somos, dice Juan Miguel Batalloso, un querido colega sevillano.
Con la pandemia debemos volver a los saberes básicos y virtudes de la docencia: diálogo, escucha, lectura, curiosidad, escritura, respeto (a personas, profesión e institución), preguntas, humildad y alegría. Aquí está, en medio de todo ello, la comunicación: en el diálogo, en la escucha, en la escritura, en las preguntas, en la empatía, en el acompañamiento. Y muy importante, porque si no ocurre, se puede romper el circuito de la comunicación: la retroalimentación.
Sin retroalimentación no tendemos el puente entre enseñanzas y aprendizajes. ¿En esta materia, estamos cambiando a nivel profundo o sólo para salir del mal momento? Este problema, en particular, se hizo dramático con la pandemia, y nos aceleró la necesidad de resolverlo.
Termino. Un día, volando hacia alguna ciudad mexicana, mientras leía encontré una frase de Rabindranath Tagore:
La lección más importante que puede aprender un ser humano en su vida no es que ciertamente hay dolor en este mundo, sino que depende de sí mismo transformarlo en algo positivo, que es capaz de convertirlo en alegría.
Me pareció revelador y lo convertí al ámbito pedagógico; entonces digo:
La lección más importante que puede aprender un docente en su vida no es que ciertamente hay problemas en las escuelas y su entorno, sino responderse qué es posible y qué le corresponde para convertir la educación en un acto de alegría.
Decía antes: si los sistemas educativos están urgidos de precisar las nuevas preguntas para esbozar nuevas respuestas, es evidente que las formas de relación que conocimos antes de la pandemia entre maestros y estudiantes deben reformularse. Como lo está la necesidad de usar la información con sentido, lejos de improvisaciones baratas.
Y ese proceso no puede ser decidido sólo por los maestros y autoridades; deben considerar en todo momento las opiniones de los maestros y estudiantes. Para que sea efectiva, no cabe la vía autoritaria.
Ya tenemos muchas lecciones de la época de pandemia. Lo peor sería desperdiciarlas y seguir como estábamos, sin cambiar o, tal vez, esperando que otros vengan a cambiarnos.
Referencias
Comenio, Juan Amós (1991), Didáctica magna, México, Porrúa.
Díaz-Barriga, Ángel (2011), Pensar la universidad de cara al siglo XXI. Una obligación intelectual, social y ética, Colima, Universidad de Colima.
Ginés Mora, José (2012), “La universidad. ¿Un futuro incierto?”. TEDxValencia. https://www.youtube.com/watch?v=WDZQPbCQ2fA.
Larrosa, Jorge (2018), P de Profesor. Con Karen Rechia, Buenos Aires, Noveduc.
Morduchowicz, Alejandro (2020), “Logros y desafíos de la educación argentina o por qué es un desafío tener logros”. Blog del autor.
https://alejmordu.medium.com/logros-y-desaf%C3%ADos-de-la-educación-argentina-o-por-qué-es-un-desaf%C3%ADo-tener-logros-8b7f9b90818e
Muñoz García, Humberto [coordinador] (2016), ¿Hacia dónde va la universidad en el siglo XXI? México, UNAM/Miguel Ángel Porrúa.
Porter, Luis (2003), La universidad de papel. Ensayos sobre la educación superior en México. México, CEIICH-UNAM.
Santos Guerra, Miguel Ángel (1995), La evaluación, un proceso de diálogo, comprensión y mejora. Málaga, Ediciones Aljibe.
Saramago, José (2010), Democracia y universidad. Madrid, Editorial Universidad Complutense de Madrid, Foro Complutense.
Tejerina, Fernando [editor] (2010), La universidad. Una historia ilustrada. Banco Santander/Turner.
Dr. Juan Carlos Yáñez Velazco
Licenciado en Educación Superior por la Universidad de Colima y Doctor en Pedagogía por la UNAM.
En la Universidad de Colima fue director de la Facultad de Pedagogía, director general de Educación Media Superior, director general de Educación Superior y secretario académico de la Universidad.
Fue asesor de la Dirección General del Bachillerato de la Secretaría de Educación Pública (2001-2005); coordinador de la Red Nacional del Nivel Medio Superior Universitario de la ANUIES (2001-2005) y director general en Colima del Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (abril 2016-febrero 2019).
Es miembro del Seminario de Cultura Mexicana corresponsalía Colima y del Consejo Consultivo del Sistema de Educación Media Superior de la Universidad Autónoma de Yucatán.
Recientemente coordinó los libros: Colima: avances y retos. Educación (2019), Cuando enseñamos y aprendimos en casa. La pandemia en las escuelas de Colima (2020) y 35 años de Pedagogía. Balances y perspectivas (2020).
Sus libros más recientes son Elogios de lo cotidiano (2019) y Lecciones y reflexiones. Mi vida en el Instituto (2020).