Cuando fueron seleccionadas las piedras básicas, para que, con ellas, como fundamento, fuese edificado el Modelo Educativo del CCH, no se asoció aquel proceso a ninguna corriente didáctica, sino que, a mi juicio, se aplicó una visión más amplia que la usada por estas corrientes. Pienso que fueron identificados dos problemas principales como obstáculos a remover para abrir paso a una transformación profunda de la educación: el primero fue el autoritarismo esencial del sistema educativo, en el cual los alumnos son los más subordinados en una pirámide elevadísima que deja caer sobre ellos un sofocante (acaso aniquilante en muchos casos) peso; el segundo fue la anárquica presentación de contenidos disciplinarios, dispersos, aislados entre sí.
Contra esos dos males levantaron la voz nuestros padres fundadores y encontraron amplia receptividad entre los, en aquel entonces, jóvenes que se incorporaron como nóveles y muy improvisados profesores; eran la generación del ’68 y las mejores inquietudes intelectuales se empapaban del espíritu libertario de la época. Un reducido sector del medio educativo, con el foco en el Colegio, abrigaron ilusiones y las academias fueron cuarteles para las intensas discusiones sobre dos nociones: democratización de la enseñanza y fomento de los vínculos entre las disciplinas para conseguir una formación de personas de una nueva mentalidad, con una preparación mejor apropiada a las exigencias de una sociedad que se transformaba con paso acelerado. Fue una concepción visionaria, quizá sin un entorno nacional que la soportara.
El “Modelo” ha tenido enunciados diversos: los cuatro “saberes” de inspiración delorsiana o la centralidad del alumno de origen constructivista. Para orientarnos en el tupido bosque en el que hoy ocurre la educación, me parece ventajoso elevar la mirada, para, digamos, darles espacio a los conceptos más fundamentales, en un entorno llamémosle filosófico, donde no se subordinen a las técnicas procedimentales. Creo que, con frecuencia, los fragmentos operativos nos maniatan para reconocer la sustancia de la educación: la formación de seres humanos; el inestable tráfico tecnológico puede entrañar el grave riesgo de que perdamos entre los detalles el alma de nuestros alumnos.
El núcleo duro de todo proceso educativo son los contenidos disciplinarios y el cultivo de las destrezas que permiten la aplicación del conocimiento; los recursos didácticos tienen elementos de validez general y, también, especificidades. Si la primera parte, los contenidos, carecen de idoneidad cognitiva, son inútiles los esfuerzos técnicos que se hagan para un aprendizaje exitoso limitados. Llamo idoneidad cognitiva al conjunto de características que deben tener los contenidos seleccionados –que han de ser la base del Programa Indicativo- para el desarrollo exitoso de la formación en la rama, nivel de estudio y modelo formativo en el que se han de operar.
Me permitiré mostrar mi idea con un ejemplo de los cursos de física. La Segunda Ley de Newton es un pilar de las ciencias físicas y juega un papel en la cultura contemporánea; su asimilación social ha ocurrido, en diversos países, por vías diversas y ha sido, siempre, un proceso complejo. En nuestra sociedad tiene una presencia muy pobre. Debe estar presente en todos los niveles educativos, pero el acercamiento del alumno a su conocimiento es un asunto intrincado; de su enorme riqueza hay que seleccionar los aspectos a programar, hacer una delimitación de los mismos tal que permita una coincidencia básica entre los cursos que cada profesor realiza (delicado aspecto de una institución con el profesorado numeroso, de formación heterogénea, carente de formación magisterial… como el nuestro) y con la definición de una forma de tratar ese contenido. Todas estas elecciones constituyen la concreción del modelo educativo institucional y la certeza de las mismas decide, desde el fundamento mismo, la suerte del servicio que, en la práctica, reciben los estudiantes atendidos.
Una limitación grave que aqueja la vida pública nacional es la simulación; encubre, eficazmente, el autoritarismo y la corrupción, bien lo sabemos. Pero también oculta la pobreza de resultados y tengo la percepción de que nos ha penetrado en grado significativo. Su presencia no sólo limita la identificación de aspectos negativos, sino que, además, encubre las fuentes principales, los manantiales de los que se nutren las fallas; el grado en que pueda estar entre nosotros decide, nada menos, si nuestra función fundamental ha extraviado sus objetivos. Es de la mayor importancia.
Una noción crucial es la centralidad del alumno en los miles de cursos que cada semestre ofrecemos. Es evidente que no ocurre en la totalidad de ellos, pero las preguntas pertinentes son: ¿cuál es el porcentaje en el que se presenta? ¿Hay diferencias entre la dificultad de lograrlo en las diversas materias de nuestro currículo? ¿cómo se instrumenta, en cada curso, este propósito? ¿cuáles son los indicadores para evaluar el grado en el que se consigue?
Si uno de los numerosos obstáculos a superar para detectar los puntos débiles de nuestro desempeño es la simulación, un paso necesario es la definición de la centralidad del alumno. ¿Alguien lo asocia con el orden de las columnas en la impresión de los programas? Es ventajoso crear un ambiente de respeto para que se expresen los diversos puntos de vista, las diferencias que su práctica implica entre las cuatro áreas; además del ambiente propicio, su discusión institucional necesita instancias, oportunidades colegiadas e instrumentos de socialización.
Me parece que un elemento clave para que los alumnos tengan iniciativas propias en los cursos es que los contenidos temáticos del programa tengan idoneidad cognitiva:
a) que sean sustantivos en la presentación actualizada de la disciplina en cuestión;
b) que sean vinculables con los rasgos específicos de nuestros alumnos, en el México de hoy;
c) que sean enunciables -didácticamente hablando- para su aplicación educativa en nuestra institución: con nuestro nivel de preparación como profesores y, desde luego, con las características socio-demográficas de nuestro alumnado.
Además de la elección de los contenidos, se necesita formular el tratamiento específico de los mismos en nuestro sistema educativo, con apego y como desarrollo de nuestro Modelo. Esta tarea atañe, sobre, todo a los materiales didácticos; el refuerzo de la vida colegiada es un factor necesario para crear condiciones para la generación y desarrollo de materiales didácticos de buena calidad. Un ejemplo: los libros de texto ajenos a nuestro modelo difícilmente contribuyen a que la relación entre profesor(a) y alumnado, en clase, fomente una participación creativa del alumno; entre nosotros se han producido libros de texto, pero han carecido de acompañamiento institucional, las secretarías de Servicio y Apoyo al Aprendizaje han de incorporar, entre sus funciones, la del intercambio de experiencias entre los autores de diferentes materias, de seguimiento de los resultados obtenidos por los profesores que los usan, de las adecuaciones legales para dar estabilidad -durante varios años- a las revisiones, nuevas ediciones y mejoramiento de nuestros materiales didácticos usados. A la vuelta de algunos años podríamos contar con libros de texto propios, en modalidades de presentación eficaces y con los complementos audiovisuales o de otro tipo que se vayan desarrollando.
La versión del principio de la centralidad del alumno que propondría es que se logra cuando el grueso del alumnado (entiendo por esto porcentajes superiores al 60 %, digamos) se siente, en el curso, en un ambiente comprensible, donde sabe “de qué trata la materia” y conoce -en un grado que le sea útil- qué se espera que aprenda y esté convencid@ de que eso tiene justificación cultural. Comparto una experiencia inolvidable: en un curso del bachillerato se me exigió aprenderme que Tales afirmó que el agua es lo principal de la naturaleza, pero Anaxímenes el aire y no sé quién el fuego… mi imagen del profesor es de lo más deleznable; luego, muchas veces, he encontrado esas afirmaciones, cambian los personajes, varían las razones (asuntos de temperatura y humedad, cosas del estado físico de las sustancias, vínculos con la fisiología humana y los humores y mucho más) para que aquellos pensadores hasta se pelearan (sus discípulos más) por algo sin el menor sentido. Hoy creo que darle valor cultural, para el grueso de la población, a esa información es imposible; con limitado conocimiento, me opondría a su inclusión en nuestros programas; entiendo el papel fundacional de la racionalidad occidental de tales aportes y, por ello, que mucho entusiasmen a los especialistas, pero ¿a un joven del bachillerato?
Con la base de saber “de qué trata la materia” al alumno se le debe, creo, los medios para adquirir interés por comprender los contenidos; hay nociones en las que ningún alumno (o casi) tendrá interés a priori o incluso habrá reticencias, sobre todo cuando se requiere esfuerzo, porque la ignorancia desmotiva hacia el conocimiento. Sin embargo, los logros perceptibles para el(a) propi@ estudiante despiertan entusiasmo y un entorno de progreso impulsa a casi todos los participantes. Entre los profesores son frecuentes comentarios sobre las características de los jóvenes nativos de las modernas tecnologías y es indudable que están apareciendo fenómenos sociales desconocidos por la humanidad; ello sugiere la necesidad de una indagación sistemática para que contemos con mejores elementos para conectarnos con ellos.
Un par de criterios que, parece, indican la presencia de la centralidad en un curso son la participación del alumnado en clase, con interés por esclarecer sus ideas (diferente, claro, a las participaciones administrativas por puntos para la calificación), por hacer conjeturas, preguntas… son expresiones contundentes las aportaciones de ejemplos, ilustraciones o lo que muestre tal interés.
El otro indicador contundente es la satisfacción en participar; éste por lo menos muestra condiciones positivas de comunicación y procedimientos, pero si, además, coincide con el mencionado interés, parecen dos indicadores de que el alumno se siente en su casa, que ocupa un lugar importante en la función principal de su escuela. El porcentaje de cursos en los que tal ocurra señalará el grado en que nuestro Modelo educativo tiene vigencia real.Ì