Febrero de 1972. Después de presentar el examen de comprensión de lectura de francés, visito la biblioteca de mi facultad (Filosofía y Letras) y en la Gaceta UNAM encuentro una interesante convocatoria: un nuevo bachillerato universitario, el Colegio de Ciencias y Humanidades, con casi un año de existencia, invita a estudiantes de diversas carreras de la Universidad que, con un mínimo de 75% de estudios cubiertos, deseen incorporarse a la planta docente de este novedoso sistema educativo.
Es martes por la tarde y apenas me doy la noche de ese día para tomar mi decisión. El tiempo apremia. Al día siguiente acudo a solicitar una constancia de estudios. La Facultad está prácticamente sola; es periodo interanual. Se me informa que este trámite requiere de más tiempo, pero yo suplico a la señorita Ana María, Jefa de la oficina de Asuntos Escolares, que haga lo posible por elaborar ese documento, pues la fecha límite para su entrega es el viernes siguiente.
Todo a mi favor. El miércoles tengo en mis manos la constancia con los créditos requeridos en la carrera de Lengua y Literaturas Hispánicas, firmada por la maestra Mercedes Gasque, su coordinadora.
Constancia de escolaridad… carta de exposición de motivos… fotografías… acta de nacimiento… solicitud… ¡Todo listo el jueves por la tarde!
El viernes es el único día para recepción de documentos en el Centro de Didáctica a cargo de la Lic. Rocío Quesada. Ahí estoy desde las ocho de la mañana, aunque la recepción inicia a las nueve. Soy la segunda de una fila rápidamente creciente. Ante mis ojos, una nutrida y expectante manifestación de jóvenes y uno que otro “adulto” imperceptible.
Trámite veloz e instrucción precisa: lunes 14 de febrero —día de los novios— presentarse a las siete de la mañana en el CCH Naucalpan, donde se darán a conocer las listas de los aspirantes aceptados a la siguiente etapa y se impartirá el curso de selección de profesores.
Fin de semana intenso. Entregados los documentos, el destello de sueño empieza a tomar forma. Temores y fantasías me acompañan sábado y domingo, pero sobre todo una emoción desbordante.
Es lunes. El trayecto de la Delegación Álvaro Obregón al Estado de México es otra de mis aventuras. Extrañamente a mis circunstancias, antes de la hora señalada me encuentro frente a las listas anunciadas. Inundación de sorpresa y sobresalto. Mi nombre y el de otros tantos compañeros conocidos se integran al episodio onírico.
Cuando los sueños son sublimes, quien sueña desea seguir en ellos. Sin embargo, el mío tiene un matiz de satisfacción ante el logro y otro de efervescente ansiedad ante la “odisea” por emprender…
Al ingresar al salón indicado, entre un número de profesores-aspirantes con notoria trayectoria, la fortuna de encontrar a muchos jóvenes inexpertos me tranquiliza un poco. La complicidad surge con uno de ellos: la amistad y el afecto son garantía no sólo de apoyo y supervivencia, sino de goce durante el aprendizaje. El impartidor del curso, otro joven maestro, se encarga con su destacada habilidad pedagógica de proveerme la confianza restante. Lo imaginado como dos eternas semanas de inducción y bienvenida al quehacer docente, es apenas un sutil y casi imperceptible trazo de los años por venir en el Colegio.
Las gratas “casualidades” continúan. Al final del curso e inicio del siguiente mes, los resultados en el Centro de Didáctica señalan que mi amigo y yo, además de aprobar, hemos sido asignados al plantel Vallejo. Nuestros comentarios giran en torno al suceso. Para ambos es claro que, si bien aceptar la oportunidad de impartir clases en el CCH es de suma importancia, culminar la licenciatura se erige como nuestra “absoluta prioridad”. La irónica realidad laboral se encarga luego de disipar esa preocupación: sólo un grupo de Taller de Lectura, con dos horas a la semana, nos es asignado. A partir de ese momento y por muchos años más, trabajaremos arduamente para acrecentar y mejorar nuestros horarios.
Hay quienes afirman que no hay mal que por bien no venga. El escaso número de horas de clase a impartir representa tiempo libre para quienes debutamos como aprendices de profesor. Podemos estudiar y preparar a gusto nuestros cursos. Aprovechamos como alumnos, en grupos de estudio, la guía de los profesores experimentados, quienes generosamente comparten sus conocimientos y nos modelan el enseñar a enseñar. Pronto los cursos de didáctica y pedagogía aparecen como elemento indispensable en nuestra formación como noveles profesores.
Los primeros cursos formales de capacitación docente son impartidos por el Centro de Didáctica y la Comisión de Nuevos Métodos de Enseñanza. Hacia finales de los 70, el Centro de Investigación y Servicios Educativos (CISE) impulsa el Programa de Especialización en Docencia. Nos incorporamos a él un buen número de profesores del bachillerato universitario, especialmente del CCH. La formación continúa con una amplia gama de posibilidades dentro y fuera de los planteles. PAAS, PROFORED, Diplomados, Talleres de Docencia, TRED, MADEMS, Jornadas de Planeación… Muchas denominaciones, muchos responsables… un solo propósito: mejorar el desempeño de los maestros.
En otro ámbito, la convivencia tiene su sabor propio. Han transcurrido apenas dos años tres meses del octubre de 68, el calor de las revueltas estudiantiles aún se respira. El Colegio se constituye como un escenario en el que muchos de los jóvenes participantes o espectadores de las manifestaciones estudiantiles se incorporan a este nuevo proyecto educativo con el propósito de invertir en él su energía e ideales de cambio.
La cotidianidad compartida entre los compañeros maestros y trabajadores a lo largo de los años es motivo merecedor de una segunda versión de “Sueño de una tarde de domingo en la Alameda Central” de Rivera. Personajes inolvidables como Beatriz Ibarra, Laura López, Leopoldo Vidal, Araceli Reynoso, Antonio Muciño, Elsa Hernández, Enrique Zulbarán, Martha Morales, Rogelio Escartín, Concepción Lora, Pedro Olea, Guadalupe Pimentel, José Bazán, Javier Palencia, Arturo Viveros, Consuelo Ortiz de Thomé, Guillermo Barraza, Francisco Lenin Sánchez, María Antonieta López, Margarita Espinosa, María Teresa Gutiérrez, René Nájera, María Isabel Lomán, José Tapia, Alicia Reyes, Jorge Ruiz, Frida Zacaula, María Elena Juárez, Bárbara Pedraza, Rosalba Velázquez, Roberto de la Cruz, Miguel Soria, María Elena Treviño, Rito Terán, Rosario Zamora, Juan Reyes, Esperanza Gómez, Telésforo de la Rosa, Ladi Cortés, Patricia Puente, Irma Coria, Jaime Flores, Rosa María Villavicencio… tantos y tantos nombres sin mencionar, tantas presencias como en cualquier libro sagrado. Vitalidad, juventud, trabajo, compromiso, pasión, camaradería, aprendizaje, admiración, autenticidad, honestidad…, ejemplo.
¿Y los estudiantes? Inicialmente nuestra cercanía generacional facilita mi proceso de formación como docente. Compartimos de cerca la visión de mundo; los gustos musicales, culturales, sociales, políticos… El aprendizaje es mutuo y simultáneo. Lo propuesto por el nuevo modelo es parte de la práctica diaria. Aprendo a aprender, aprendo a hacer y aprendo a ser docente, con ellos.
Con el paso de los años, la distancia real con cada nueva generación es innegable. No obstante, la certeza de que el vínculo sigue siendo fuerte, para mí es una realidad palpable permitida por la propuesta educativa del Colegio. Lejos de una mera intención retórica, e incluso, sin negar aquellos momentos en que “no todo es miel sobre hojuelas”, mi satisfacción y construcción como docente continúan.
Hoy, a punto de terminarse el 2013, cuando han pasado “apenas algunos años” y las vivencias en todos los aspectos parecen interminables imágenes cinematográficas acorralando mi memoria, pienso que la emoción y la ansiedad de aquel inicio de mi sueño como aspirante a docente del Colegio no han perecido con el paso del tiempo; se han convertido en ese combustible que se renueva ante los retos impuestos por el contacto con cada nueva generación de alumnos y compañeros profesores. Con seguridad no soy la única que así lo siente.Ì