Como parte del proceso civilizatorio, las sociedades han creado sólidas instituciones que contribuyen a la cohesión del grupo, al entrenar al individuo en la adquisición de normas, actitudes y valores que componen la conducta que se espera para la existencia, permanencia y superación de un determinado grupo social, en medio de otras agrupaciones del mismo tipo, pero cada una con características culturales que las diferencian entre sí. Estas instituciones, pilares de toda sociedad, milenarias porque han acompañado a la humanidad a través de los siglos y tan vigentes que no se vislumbra su extinción son, en orden de importancia (aunque esto es según el gusto de cada quien), la escuela, el ejército y la iglesia.
Estas instituciones son tan parecidas en sus fines que son afines en su organización y funcionamiento. Las tres preservan su vida en recintos cerrados por bardas perimetrales: el plantel educativo, el cuartel militar, el convento religioso. Sus miembros, para distinguirse de los demás, usan vestimentas especiales: el uniforme escolar, el uniforme militar y la sotana religiosa. Tienen una jerarquía en el ropaje que indica a simple vista la importancia de quien lo porta: la batita del párvulo, la vestimenta del secundario y la informalidad del bachiller; la austeridad del soldado frente a los galones y quepí del cabo, sargento, capitán o general; la sencilla sotana del seminarista o novicio frente a la elegancia del obispo, arzobispo o cardenal, con sus capelos púrpuras y sus anillos simbólicos.
Esa jerarquía infunde un debido respeto que se manifiesta, en la escuela, poniéndose de pie al entrar el profesor al salón de clases, al saludar en posición de firmes y con la mano en la cabeza frente al militar superior o la inclinación de cabeza e incluso el beso en la mano o en el anillo en el medio religioso. Cada una de estas instituciones tiene sus sonidos especiales: la chicharra que ordena caminar a los salones, el clarín que llama a levantarse a los honores a la bandera, la campana que llama a misa de siete.
Estas tres instituciones exigen un largo entrenamiento para ascender a los niveles más altos. Muchos años de estudio y exámenes de conocimiento, rendimientos y actitudes para llegar al estatus deseado. El certificado de la educación básica, el diploma de bachiller o el grado de licenciado; el galón de cabo o las tres estrellas de general; la austeridad del cura o el collar del cardenal.
Pero antes, como ya dijimos, hay que pasar por muchas horas de estudio enclaustrados en la escuela, el cuartel o el seminario. Muchas clases marcadas por un rito ineludible, obligatorio, rutinario, forzoso y lapidario: el pase de lista. Registrar la asistencia puntualmente a la hora marcada para el inicio de las labores académicas, castrenses o religiosas. Es el indicador inicial, sin el cual no llegarás a nada. Tu presencia debe ser registrada por el profesor, el entrenador militar o el superior de la orden. No se puede llevar en la memoria, tiene que haber constancia de ese acontecer diario. En cada uno de esos tres ámbitos resuenan las mismas palabras: Alcántara Pérez Juan… presente; Benítez González Jorge… presente; Covarrubias Paredes Ramón… presente. Es el mismo rito, con procedimientos semejantes: asistencia, retardo o falta.
Esta práctica del pasado de lista se mantiene incólume en dos de las tres instituciones: el ejército y la iglesia. Son tan celosas estas dos columnas sociales que, para asegurarse, acuartelan o enclaustran a sus iniciados. En la escuela se intentó con los internados, pero, como siempre ocurre, los costos y la modernidad van acabando con ciertas tradiciones.
Abril de 1971, Plantel Vallejo del Colegio de Ciencias y Humanidades. Empiezan las clases en una nueva institución y los jóvenes profesores llegan puntuales a la cita y, sin que nadie les haya dicho, preguntan por el lugar del registro de asistencia para profesores. “En ese cubículo en el centro de la explanada profesor”. Hacia allá vamos y pasamos enfrente de las tarjetas de asistencia del personal administrativo que deben pasar por el reloj checador. Nosotros firmamos en el libro respectivo del área académica que nos corresponde.
Pasan los meses y un buen día llegamos al pequeño cubículo donde estaban las listas de asistencia, y éste se encuentra vacío. Nos dan la explicación: “profesor, la Dirección consideró que, dado que la asistencia es perfecta, no tiene caso que pasen lista aquí. Ahora, hay un registro en cada área a donde podrá acudir a firmar voluntariamente”.
¿Qué pasaba con el pase de lista en la escuela? ¿Se acuerdan cómo era al principio? Había que levantarse temprano para no llegar tarde a la escuela y nos cerrarían la puerta. Había que apresurarse para no llegar tarde al salón y tener un retardo. Dos retardos suman una falta y tantas faltas te hacen perder el derecho a examen ordinario y te envían al tan temido extraordinario. Consecuencia: procura no faltar a clases y, si asistes, procura no llegar tarde.
Acuérdense, ese correr por el pasillo, subir de dos en dos las escaleras y alcanzar a oír Palafox García Ernesto y gritar agitado desde la puerta…presente.
Nunca faltaba el pícaro pupilo solidario que durante el pase de lista, al llegar al ausente Rodríguez Díaz de León Ramón …, contestaba, ocultándose atrás de un compañero e imitando la voz lo más que podía, “presente”, y el profesor caía en la trampa y todos teníamos que aguantar la risa para no descubrirlo. Son recuerdos memorables, entrañables, de los años escolares cuando pasar lista era una costumbre religiosamente castrense educativa.
Cuando un profesor deja de pasar, lista al primero que disculpa de esa obligación es al profesor mismo. El que deja de registrar faltas y retardos, a sí mismo, es el docente. El mensaje es inevitable: no te apures en llegar a tiempo, no hay retardos; no te apures en asistir, no hay faltas. Consecuencia, porque los profesores humani sunt: se inició un ausentismo galopante. Se resquebrajó la disciplina más elemental: la presencia del enseñante y el aprendiz. Se confundió la práctica del pase de lista con una característica de la escuela tradicional antigua. En una escuela moderna y responsable, se pensó, en donde priva un ambiente de libertad, no es necesario pasar lista. Aquí viene el que quiere estudiar y entra al salón el que quiere aprender. Esta libertad de pasar lista o no, asistir o no, por parte del profesor, tuvo un cómplice perfecto. No importan tus retardos y tus faltas, tu cheque siempre saldrá completo, intacto; es una costumbre universitaria confiar en sus maestros, para que no se sientan como en un cuartel, como en un seminario. Deben respirar la libertad de gozar de plenos derechos salariales, aunque no se cumpla el derecho de los alumnos a recibir clases, todas las clases.
No queridos colegas. Nos equivocamos. Pasar lista no es propio de la escuela tradicional. Es parte de la escuela de todos los tiempos, de la escuela universal de ayer y del futuro. De la escuela formadora de seres responsables que tienen como ejemplo a su profesor. Profesores que saben que tienen la misión no sólo de graduar bachilleres, sino ciudadanos plenos que, aunque olviden muchos de los conocimientos que les enseñaron en la escuela, nunca olvidarán lo más importante: aprender a ser. Esta es la labor del profesor consciente, nunca la del profesor ausente.
Advertencia: De ninguna manera se piense que propongo la militarización ni la religiosidad de la escuela. Todo lo contrario, para mí la mejor escuela es laica y el ambiente académico requiere no solamente libertad de pensamiento sino libertad para expresar lo que se piensa, lo cual es absolutamente impropio en el ambiente militar y eclesiástico. Solamente me propuse advertir las similitudes existentes en instituciones milenarias.Ì