Hace más de cuatro décadas, llegamos al CCH una oleada de jóvenes provenientes de la insurrección juvenil en México y el mundo. Estaba a la mano en el tiempo histórico el movimiento estudiantil de 1968. Campeaba en la sociedad mexicana de la época la indignación y la rabia frente a la violencia genocida del terrorismo de estado en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco. Aquel trágico 2 de octubre lo teníamos pegado a la piel y anidado en la mente.
El CCH nació como una institución educativa el año en que por segunda ocasión, la misma generación rebelde del 68 sufrió otra masacre el 10 de junio de 1971. Algunos jóvenes optaron por la vía armada en el campo y las ciudades. En nuestra universidad, se sentía a flor de piel un ambiente conspirativo. En los salones de clase, transmitíamos a nuestros alumnos la convicción inmediata de ver la historia como un espacio-tiempo de reflexión para la crítica, el debate y la confrontación de ideas. El salón de clase se contagiaba del espíritu rebelde. Todos viajábamos en el mismo barco, impartíamos el mismo paquete de horas, discutíamos abiertamente el rumbo del Colegio y compartíamos con alumnos y empleados los problemas y proyectos.
El ambiente era un hervidero de ideas. El pensamiento crítico se disparaba a diestra y siniestra, sin que nadie se preocupara del significado de éste. Debatíamos acalorada y apasionadamente el presente histórico:
· Los movimientos guerrilleros en México, América Latina, Asia y África.
· El triunfo del Doctor Salvador Allende en Chile.
· La derrota de los Estados Unidos en Vietnam.
· Los movimientos de liberación nacional.
Un tumultuoso avance de pueblos en África nos anunciaba la liberación de Etiopía, Angola, Mozambique, Guinea-Bisseau y Cabo Verde. Amilcar Cabral estaba tan cerca de nosotros como Emiliano Zapata.
En los años setenta, vivimos también un renacer intelectual en todos los campos de la cultura. El periodismo político fue uno de ellos. Cientos de universitarios nos entregamos a estas tareas, a la par que nos ganábamos la vida como profesores.
Desde el inicio de los noventa, el derrumbe soviético produjo entre nosotros dolor, desánimo, tristeza, frustración; pero, al mismo tiempo, también nuevas esperanzas, renovación de ideas y hasta coraje de nuevo cuño.
Quienes hemos vivido por décadas en el mundo intelectual de las ciencias histórico-sociales, sabemos que ningún sistema es eterno. El capitalismo no tiene porqué ser la excepción.
Hoy, pese al derrumbe del socialismo ruso, las avenidas que anunció Salvador Allende dan rumbo a nuevas esperanzas y utopías que alientan el espíritu libertario de los jóvenes y de los que no siendo tan jóvenes –me cuento entre ellos– creemos que otro mundo está por nacer. ¿En qué fundo semejante opinión? En el movimiento de los indignados de la Plaza del Sol en Madrid, en el movimiento de los ocupa de Wall Street y en el movimiento indígena de Chiapas que ya ilumina e inspira a otras minorías nativas en varias regiones de México y el mundo.
Los señores del dinero no tienen el mundo asegurado. Bien lo define la rabia juvenil: “Ustedes nos quitan nuestros sueños, nosotros no los dejaremos dormir”. El nuevo manifiesto liberador –aparecido después del Manifiesto del Partido Comunista de Marx y Engels–, ahora firmado por Noam Chomsky, Eduardo Galeano, Noam Klein y otros, anuncia: “…Unidos y unidas en nuestra diversidad por un cambio global, exigimos democracia global; un gobierno global del pueblo y para el pueblo…y un cambio de régimen global. En las palabras de Vandana Shiva, la activista india, exigimos el reemplazo del G-8 por la humanidad completa, el G-7,000,000,000 millones”.
Vivimos tiempos oscuros. El neocolonialismo imperialista pretende a toda costa imponernos su verdad de que éste es el único mundo posible. Nuestro sistema educativo ya echó raíces históricas suficientes para que, en sus aulas, lo que nuestros jóvenes aprendan de este proceso depredador del capitalismo salvaje, no se olvide jamás.
El CCH me enseñó a valorar el conocimiento propio con humildad frente al ajeno. Aprendí que enseñar es un arte, probablemente el más elevado de todas las artes. En el proceso de enseñanza-aprendizaje, aprende más el que enseña. Nací como docente a la par de nuestra institución. A lo largo de estas décadas arraigué en la memoria la convicción de que “otro mundo es posible”.Ì