Ante el día cada vez más cercano en el que dejaré mi lugar como profesor de carrera en el Plantel Azcapotzalco del Colegio de Ciencias y Humanidades, pues en fecha próxima iniciaré los trámites correspondientes para mi jubilación, después de más de 42 años ininterrumpidos de dar clase de matemáticas, siento el deseo de compartir algunos aspectos de mi experiencia que podrían ser de utilidad para la Memoria del Colegio, mi querido Colegio.
A lo largo de más de cuatro décadas de trabajo diario, debieron presentarse muchas y variadas experiencias, que fueron forjando mi personalidad como ser humano y como profesor. Intento plasmar aquí algunas de ellas, quizá las más representativas, quizá las que a mí me parecen las más dignas de compartirse.
El hecho de que me sienta con derecho a escribir esto se debe, entre otras cosas, a que he disfrutado intensamente mi trabajo, he sido muy feliz tratando a mis estudiantes y viviendo el ambiente académico del Colegio. Siento también que he obtenido buenos resultados enseñando matemáticas.
Por todo lo anterior, me permito describir algunas de las líneas de conducta que tal vez tuvieron algo que ver con que yo me haya sentido tan a gusto trabajando en el Colegio.
En primer lugar, me esforcé por conocer, comprender y aplicar los propósitos institucionales, tanto del Colegio como del área a que pertenece la asignatura que impartiría; traté de tener una idea clara de los contenidos generales y metodología de trabajo de las otras áreas, así como vivir y seguir de cerca la historia académica y política del Colegio.
Tuve la suerte de vivir el Colegio también como padre de familia, pues mis tres hijas hicieron en él su bachillerato, lo que me permitió visualizarlo en otra perspectiva y también me gustó.
Me esforcé por manejar más que satisfactoriamente no sólo los contenidos temáticos de la asignatura que impartía, sino aspectos históricos de la misma, rasgos biográficos de quienes contribuyeron significativamente a su creación y desarrollo, sus relaciones con otras áreas del conocimiento, problemas y anécdotas curiosas. Esto requiere una actualización constante, usando todos los medios a mi alcance.
De esta manera facilito la inserción de conceptos matemáticos en un contexto social, lo que a su vez sirve de estímulo a los estudiantes para abordarlos con más entusiasmo.
Desde muy temprana edad me gustaron las matemáticas. Procuro compartir y transmitir ese gusto a los estudiantes, haciéndolos vivir la emoción que se experimenta al obtener un resultado muchas veces inesperado, el placer que produce resolver un problema, descubrir un camino distinto, en fin, hacer matemáticas.
Llegué a sentir que estar en un salón de clase era como reunirme con un grupo de amigos que comparten una afición; lo hacíamos por gusto, con buen ánimo, entusiasmo y humor. Dar clase de matemáticas es mucho más que un trabajo remunerado. En un ambiente así construido, las dificultades que surgen se afrontan y resuelven mucho mejor.
Nunca me abstuve de comentar con mis alumnos la satisfacción que siento cuando veo el rostro de alguien iluminarse, por haber entendido algo que se le venía dificultando, por haber llegado a una conclusión acertada, por haber visto un resultado antes de que surgiera en el pizarrón.
Intento que los estudiantes me consideren una persona culta, que sientan que el maestro de matemáticas tiene algo más que la materia para aportar a su formación como universitarios y como seres humanos.
Dejé de sentirme perseguido por el tiempo y el programa. Asistiendo con regularidad y puntualidad a clase, tengo tiempo para hablar y escuchar a los alumnos, detectar las cosas que les interesan, mencionar las que a mí me llaman la atención, establezco un intercambio que mejora la relación alumnos-profesor, y como consecuencia se descongestionan los canales que necesito para hacer llegar mi materia a los estudiantes.
Para cualquier actividad de aprendizaje, el primer contacto profesor-alumno es verbal, por lo que trato de manejar bien este importante medio de comunicación. Esto requiere una buena dicción, voz clara, volumen y ritmo adecuados, facilidad de expresión, disponer del vocabulario preciso, hablar sin atropellos, no usar muletillas.
En el aspecto didáctico, procuro contar con una estrategia para hacerme entender, ir de lo fácil a lo difícil, echar mano de la experiencia de mis interlocutores, partir de ejemplos concretos, no abusar del rigor y la formalidad.
Para cubrir los dos aspectos anteriores, me esforcé en revisar mi conducta. Cuando hablo ante un grupo, invito a alguien que me dé su opinión, un exalumno, un familiar u otro profesor. (¡En la plática que nos dio nada menos que Juan José Arreola, en el curso de Selección de Profesores de 1971, llevó una grabadora para registrar todo lo que dijo e informó que hacía eso cada vez que hablaba a un auditorio, para evitar los errores que hubiera cometido!).
No siempre estamos conscientes de actos como el lugar en que nos paramos, hacia dónde dirigimos nuestra mirada, la forma en que usamos el pizarrón, el tamaño de nuestra escritura. Traté de revisar y mejorar todo eso constantemente.
Cada vez que participo en un curso-taller, medito cuidadosamente mi concepción del aprendizaje, verifico que se mantenga acorde con los principios del Colegio, hago conciencia acerca de los momentos por los que pasa un sujeto en situación de aprendizaje y la forma de facilitar su tránsito por ellos y propiciar el arribo al propósito propuesto.
Cada vez que planeo una actividad de aprendizaje, tomo en cuenta aspectos como dar tiempo para que los alumnos se ubiquen física y mentalmente conmigo, buscar la forma de despertar su interés, verificar que lo que presento, tenga sentido para ellos, que les parezca claro, agradable.
Cuando dirijo una actividad de aprendizaje me siento como un actor, que, cuando sube a un escenario, se olvida de sus problemas y emociones personales, se posesiona y se entrega por completo al papel que debe representar. La diferencia es que el actor tiene un guión que debe seguir pase lo que pase, casi al margen del auditorio; en cambio, el profesor debe tener una gran sensibilidad para percibir las reacciones de los estudiantes durante el desarrollo de las actividades de aprendizaje, tanto a nivel grupal como individual, de manera que pueda hacer los ajustes necesarios sobre la marcha, en cuanto al ritmo, a la intensidad, a la dificultad.
Intento mostrarme más ante los alumnos, ser más comunicativo, más abierto. Trato de crear un ambiente cordial en el que todos estemos más cómodos y haya oportunidad de hacer comentarios alegres por ambas partes. Alguien dijo: “el aprendizaje se malogra, si no reímos todos juntos al menos una vez”.
¿Por qué no iniciar cada sesión de trabajo con una frase humorística en el pizarrón? del estilo “Nunca pude estudiar derecho”, El Jorobado de Notre-Dame, o “Empecé comiéndome las uñas”, la Venus de Milo.
Me esfuerzo en hacer referencias posteriores sobre anécdotas, preguntas importantes, comentarios trascendentes y demás sucesos relevantes ocurridos en el grupo. Así como resumir e integrar las partes de una sesión, de una unidad e incluso del curso en un todo, con conclusiones y perspectivas de desarrollo.
Procuro aprenderme los nombres de mis estudiantes, para tener con ellos un trato más cercano y personal.
Un aspecto muy importante en mi desempeño como profesor tiene que ver con la forma de evaluar un curso. Llevo a cabo acciones concretas que no impliquen riesgos para el nivel académico y el logro de los propósitos del curso, pero que ofrezcan a los estudiantes la oportunidad de participar en la toma de decisiones que les atañen directamente, con lo que participarán más responsablemente en el proceso y aceptarán mejor los resultados que se obtengan. Ejemplo de tales acciones:
Al iniciar el curso, presento una propuesta acerca de la forma como se evaluará el curso, la argumento ampliamente y escucho los comentarios y sugerencias que tengan los alumnos, así como sus argumentos y los acepto, ¿por qué no?
En esa propuesta inicial, incluyo cuestiones como que la fecha en que se realizarán los exámenes o se entregarán los trabajos, sea fijada por el grupo de estudiantes. Una vez que terminamos una unidad y llega el momento de hacer un examen, entregar un trabajo o realizar una actividad a evaluar, que el grupo decida la fecha. En general, a mí me da igual una fecha u otra y para los alumnos podría no ser así, por compromisos en otras materias o cualquier otra razón.
Como son varios aspectos los que se consideran para la evaluación, acordamos desde el principio los porcentajes que se asignarán a cada uno y nos ceñimos estrictamente a ellos, para dar al grupo la confianza y tranquilidad de conocer la forma como serán evaluados, independientemente de su trato personal con el profesor.
En ningún momento olvido que el estudiante es un ser pensante, con ideas, con iniciativas, con una visión del mundo, de la sociedad, de la escuela, con mucho que aportar para el desarrollo del curso. Trato de promover actividades en las que pueda manifestar y desarrollar su creatividad, su ingenio de adoptar como estilo de trabajo la discusión en grupos, sacrificando un poco de rigor y de tiempo a cambio de fomentar la participación estudiantil.
Estoy convencido de que la forma de alcanzar nuestras metas no es dándole todo hecho, con impecables demostraciones en el pizarrón, sino involucrándolo en las actividades, dejándolo pensar, buscar, proponer, errar, corregir, descubrir.Ì